30 de diciembre de 2011

Capitulo Segundo.





Miró el calendario que colgaba de la pared y sonrió. Era viernes. Pero no un viernes cualquiera, era el último viernes. El último de ese año.

Un capuchino, algo de chocolate y el calor que desprendía la taza (y calentarse las manos) era uno de los placeres matutinos que la hacían un poco más feliz cada mañana.

Se fue a la estantería desastre, había libros (de poemas, novelas, cuadernos de notas...), marcos (vacíos, con fotos, viejos, baratos y regalados) y vinilos, muchos vinilos... Y también mucho polvo y recuerdos que se entremezclaban. Tomó el más gastado y rallado, el que ponía siempre que las cosas no iban demasiado bien (ni demasiado mal), quería relajarse. Era como una especie de ritual. Sentía la conexión con la música inmediatamente. La voz era dulce, poco más de 40 quizás, melodías sencillas, notas que eclipsaban hasta la peor de las tristezas... Jazz, Blues, Rock’n’Roll y todo estilo que dijera algo más que lo “correcto”, que se salía de lo usual y lo mundano, letras con algo más, desamores hecho canción y corazones resumidos en estribillos.

Carolina se alimentaba de canciones, de historias y de recuerdos. Su dieta consistía en “Something” de los Beatles, condimentado con un poco de JJ Cale y con algún toque de blues de los 60, época a la que evocaba casi a diario, época que buscaba escondida en cada corazón que elegía para ella aunque solo fuese una noche.  

Era consciente de que una parte de si misma dormía en un hueco profundo de su ser y solo revivía en los conciertos, donde se sentía una más y podía casi palpar al resto de almas que latían al compás y daban brincos entre los acordes, podía mascar el aliento de alrededor, de las cervezas y los cigarros recién apagados. Olía a música, a hombre, a mujer, a adolescente, a pasiones de cuero, algodón y piel, a corazones rotos, a cambios, a encuentros y desencuentros, a flashes, a acordes y cuerdas, acuerdos y desacuerdos... Carolina buscaba eso y lo usaba a modo de medicina. No le importaba bailar una de Lori Meyers o llorar con el “que sea cierto el jamás” de Love of Lesbian, le importaba sentirlo.
Y esa noche había concierto, Granada esperaba a la banda como a ninguna otra... El Paseo de los Tristes amanecía con un esplendor algo más especial que otros días y ella casi era del todo feliz. Le faltaba poco para poder tocar el placer de lo diario y lo mundano con las manos (aunque ella no es de esas chicas que se conforman con lo terrenal y superficial), aunque la tristeza y los recuerdos aún le frenaban en el camino.
Llegó el momento. Salió de la ducha empapada y recorrió con el dedo húmedo el cristal empañado dibujando su nombre. Lo borró al instante. Dibujó un corazón (porque aunque ella misma no lo supiera, aún creía en el amor), y garabateó: “sé volar”, otorgándole el significado que ella misma le había creado a la expresión.
Sabía volar, si no sabías volar, perdías el tiempo con Carolina. 
Volar significaba entender más allá de lo entendible, querer por encima de tus posibilidades, y leer trasfondos en poemas que algunos enterraban entre sus silencios y sus noches de más.
Después de vestirse y secarse el pelo se dirigió al salón. Encima del sillón había un bote de pintura de color verde y un montón de folios. Ella no recordaba haber dejado nada allí encima la noche pasada. Se acercó y mientras llamaba a Nirvana pudo distinguir varias líneas de la curiosa letra picuda de Alberto. “...no hay principio ni final solo que quieras ir contando” No pudo evitar sonreir. Alberto siempre le sacaba sonrisas. Él le había enseñado muchas cosas (esa canción entre otras), le había enseñado a sentirse libre y a otorgarle a los demás la libertad que merecían. Le había enseñado que los desastres más dolorosos son siempre los abarcables.
Le había enseñado a volar.
Se colocó sus zapatos de los viernes al sol, y salió a la calle, con un poco de positivismo que le recorría la cara de oreja a oreja, formando algo así que los demás llamaban “sonrisa”. Aunque ella no entendiera muy bien el porque, ya que no era todo lo feliz que lo fué ese verano pasado, pero había motivos por los que aquella extraña expresión que antes la caracterizaba, empezaba a tomar forma de nuevo en su rostro. Quería pensar que no era culpa suya, que habían sido las circunstancias y las casualidades de su vida las que la habían llevado a vivir así. Pero a veces sentía que eso formaba parte de las muchas mentiras que se contaba a si misma a solas para olvidarse de cuanto se estaba perdiendo y el por qué de aquellos cambios.



Había que continuar, lo dejó claro con el “BASTA” que retumbó en su cabeza días atrás, y estaba dispuesta a enfrentarse al doloroso camino del olvido y de los olvidados. De todo lo que dejaba por el camino, y de la senda que tardaría meses en recorrer, acompañada siempre de 'momentos perfectos' que le ponían zancadillas a cada paso, de tardes oscuras que la ponían frente a frente con sus mayores miedos y la obligaban a combatirlos sola sin espada ni escudo tras el cual protegerse de lo adverso de las situaciones.
Y unas calles más allá, cerca del callejón de los besos, abrazos y pasiones descontroladas, estaban ellos dos, con un regalo más que especial.
Mar y Alberto como cada mañana de viernes, la esperaban en aquella esquina, con un “te quiero” en una mano, y un reconfortante “preciosa” en la otra. Sabían como hacerla deslumbrar, como llevarla por ese camino correcto, cómo hacerle sonreir ante lo que realmente merecía la pena (frase hecha y vacía que cobraba significado real con su compañia), mil y un modos de que Carolina fuera estrella de un cielo que brillaba algo más abajo, en el suelo, que solo era visible para personas como ellos, dioses de lo abstracto, y creadores de mágicas conversaciones que jamás caerían en el olvido. 

Volaban.
Y Carolina lo sabía.


26 de diciembre de 2011

Capítulo Primero



No le gustaban las esperas, ni los retrasos. 
Le desesperaban las palabras de desánimo, las mentiras y los engaños. Pero seguía formando parte del mundo. De un mundo gris y turbio donde abundaba la suciedad y donde la esperanza solo se encontraba en los cubos de basura entre los desperdicios y los trozos de corazones rotos de la gente.
Ella, se encerraba en habitaciones luminosas, escribía, tatuaba palabras en su piel, que nadie jamás entendería; buscaba explicaciones en restos de recuerdos, y le susurraba a las paredes letras de canciones que jamás nadie escucharía. Sus canciones hablaban de distancia y de silencios, de vagones muertos y de raíles oxidados, hablaban de ellos, de eso que podrían haber sido si no hubiesen sido él y ella, de las noches en Madrid, de caricias, de paseos por El Retiro y de besos, de todos los besos que habían vivido y de aquellos que, por orgullo o por vanidad, se habían quedado para siempre en el olvido.
“Debería de estar cansado de tus manos, de tu pelo, de tus rarezas, pero quiero más...”. Le cantó él una noche de agosto, entre guitarras, luces de neón y alfombras de hilo, público de un romance pasajero, mientras ella se mordisqueaba los labios y pensaba en poemas que dedicarle y  palabras que no hablaran de un amor de verano, sino de algo más, de un amor profundo, de un amor del que él hablaba en las canciones, pero del que nunca había sido protagonista.
Ella estaba ansiosa de pedirle que hiciese las maletas, de coronarle príncipe de su mundo y que las calles dejasen de ser grises. Pero, siempre hubo peros, y dudas, y llamadas que se quedaron en intenciones...


Sonó la radio aquella noche, y en algún lejano rincón de un pisito en Granada, ella recordaba trama y desenlace de un desamor del que volvía a ser culpable. O quizás no culpable, pero sí víctima. O verdugo, verdugo de una ilusión que no paró de crecer y alimentarse de ellos (o de ella nada más), de lo que debían hacer para ser felices y de lo que nunca hicieron. Esa noche dijo “¡BASTA!”, dejó de mirar el móvil y dejó de esperar. No habría más llamadas, ni más mensajes, ni más estrellas que llevaran los nombres de ambos. Se acabaron las noches de enclaustramiento, las sospechas, los celos infectados por la desconfianza que él le provocaba y los días de espera hasta el próximo concierto de besos, desnudos y susurros. De “te quieros” escritos en el vaho del cristal, y de comidas aliñadas con cosquillas, de invitaciones a cenar con un solo objetivo, no sentirse solos y descubrir que en este mundo, había algo que les unía más que les separaba.

Él siempre ocuparía ese rincón imborrable en su mente y corazón, un rincón oscuro que si no controlaba seguiría consumiéndola en una espiral interminable de noches en vela, de lágrimas amargas y de recuerdos. 







A la mañana siguiente, se vistió como de costumbre, una camisa de cuadros, y unos pitillos del color de su desánimo. 
Llamó a Nirvana, su gato, para servirle el desayuno, se asomó a la ventana, llovía, y por el Paseo de los Tristes no paseaba nadie, aún... Tenía miedo de volver a empezar, para qué negarlo, en su cama seguía habiendo un espacio entre las sábanas y tenía que rehacerla; su cama y su vida. Su gata, su acompañante de vivencias, la miró como quién mira al enfermo que no sabe de cura. Una mirada que decía “vamos, sal a la calle, búscalo”. Pero ella sabía que antes de buscarle debía encontrarse ella misma. No podía evitarlo, viejos fantasmas alimentados por las dudas y la necesitad de su piel renacían de las supuestas cenizas a las que los había conseguido reducir la noche anterior.
Aún asustada y ojerosa, y con su gato caminando entre sus pies se acercó a un estante de la cocina y robó diez centímetros de muerte de la cajita de cigarrillos. “Amar mata” pensó. Y no debería pensar esas cosas. 
Y cuando el crímen estaba a punto de cometerse, llamaron a la puerta, antes de responder al sonido de la curiosidad, sucumbió a uno de los mayores placeres de los que aún podía disfrutar como una cría, hundió el dedo meñique en un bote de Nocilla y se lo llevó a la boca; corriendo, fué a mirar por la mirilla. Se apoyó suavemente contra la puerta y guiñando un ojo observó unos intantes lo que había más allá de los límites de su piso. Unos ojos color caramelo, unas gafas de pasta, empezaba por “A” y acababa por “O”, ¿amor?, no, era él, su mejor amigo, Alberto, y su gato Pucho, que todas las mañanas visitaban a las chicas de su vida, en busca de tortitas y alguna palabra amable. 
Venía a salvarle la mañana, el desayuno y tal vez el almuerzo. Sabía que ella era una chica frágil que a veces se olvidaba de que tenía un corazón latiendo dentro de su pecho y se dejaba llevar por lo imposible. 
Mientras le pasaba el resto de chocolate por la cara, él sonreia, y Pucho jugaba con los bajos del pantalón de ella, fuera, seguía lloviendo, pero ahora la mañana no se veía tan triste. 


Alberto le hablaba de canciones y ella le contaba sus últimas andanzas y sus desamores. No era amor, era amistad, en estado puro, fuerte, contundente, enérgica y resplandeciente, todos rumoreaban sobre un posible romance, sobre el amor oculto y el juego que ambos se traian, pero era algo mejor que eso, era real, sin segundas intenciones ni dobles sentidos. Y a ella le encantaba. Sabía que él estaría allí siempre, que no sería un romance pasajero a quemarropa sin paracaídas asegurado y jugando a mucha altura entre las nubes. Él sabía bajarla de las nubes y hacerle poner los pies en la tierra. No conocía la historia que se trajo entre manos durante el verano pasado, ni que significaban las marchas espontáneas entre semana a algún lugar lejano que él desconocía, ni los ojos rojos con los que le recibía algunas mañanas, ni las colillas de más que descansaban en el viejo cenicero de la cocina entre pedazos de ilusiones que él siempre se preocupaba de reorganizar.

Sonaba de fondo una canción “mi mundo que es mi realidad...mi mundo que es mi realidad, yo no necesito hablar para expresar una emoción...”, notas, acordes y estribillos que se confundían entre los maullidos de los gatos y las risas de ambos. 
Comenzaba otro día, otro día en el mundo...