26 de diciembre de 2011

Capítulo Primero



No le gustaban las esperas, ni los retrasos. 
Le desesperaban las palabras de desánimo, las mentiras y los engaños. Pero seguía formando parte del mundo. De un mundo gris y turbio donde abundaba la suciedad y donde la esperanza solo se encontraba en los cubos de basura entre los desperdicios y los trozos de corazones rotos de la gente.
Ella, se encerraba en habitaciones luminosas, escribía, tatuaba palabras en su piel, que nadie jamás entendería; buscaba explicaciones en restos de recuerdos, y le susurraba a las paredes letras de canciones que jamás nadie escucharía. Sus canciones hablaban de distancia y de silencios, de vagones muertos y de raíles oxidados, hablaban de ellos, de eso que podrían haber sido si no hubiesen sido él y ella, de las noches en Madrid, de caricias, de paseos por El Retiro y de besos, de todos los besos que habían vivido y de aquellos que, por orgullo o por vanidad, se habían quedado para siempre en el olvido.
“Debería de estar cansado de tus manos, de tu pelo, de tus rarezas, pero quiero más...”. Le cantó él una noche de agosto, entre guitarras, luces de neón y alfombras de hilo, público de un romance pasajero, mientras ella se mordisqueaba los labios y pensaba en poemas que dedicarle y  palabras que no hablaran de un amor de verano, sino de algo más, de un amor profundo, de un amor del que él hablaba en las canciones, pero del que nunca había sido protagonista.
Ella estaba ansiosa de pedirle que hiciese las maletas, de coronarle príncipe de su mundo y que las calles dejasen de ser grises. Pero, siempre hubo peros, y dudas, y llamadas que se quedaron en intenciones...


Sonó la radio aquella noche, y en algún lejano rincón de un pisito en Granada, ella recordaba trama y desenlace de un desamor del que volvía a ser culpable. O quizás no culpable, pero sí víctima. O verdugo, verdugo de una ilusión que no paró de crecer y alimentarse de ellos (o de ella nada más), de lo que debían hacer para ser felices y de lo que nunca hicieron. Esa noche dijo “¡BASTA!”, dejó de mirar el móvil y dejó de esperar. No habría más llamadas, ni más mensajes, ni más estrellas que llevaran los nombres de ambos. Se acabaron las noches de enclaustramiento, las sospechas, los celos infectados por la desconfianza que él le provocaba y los días de espera hasta el próximo concierto de besos, desnudos y susurros. De “te quieros” escritos en el vaho del cristal, y de comidas aliñadas con cosquillas, de invitaciones a cenar con un solo objetivo, no sentirse solos y descubrir que en este mundo, había algo que les unía más que les separaba.

Él siempre ocuparía ese rincón imborrable en su mente y corazón, un rincón oscuro que si no controlaba seguiría consumiéndola en una espiral interminable de noches en vela, de lágrimas amargas y de recuerdos. 







A la mañana siguiente, se vistió como de costumbre, una camisa de cuadros, y unos pitillos del color de su desánimo. 
Llamó a Nirvana, su gato, para servirle el desayuno, se asomó a la ventana, llovía, y por el Paseo de los Tristes no paseaba nadie, aún... Tenía miedo de volver a empezar, para qué negarlo, en su cama seguía habiendo un espacio entre las sábanas y tenía que rehacerla; su cama y su vida. Su gata, su acompañante de vivencias, la miró como quién mira al enfermo que no sabe de cura. Una mirada que decía “vamos, sal a la calle, búscalo”. Pero ella sabía que antes de buscarle debía encontrarse ella misma. No podía evitarlo, viejos fantasmas alimentados por las dudas y la necesitad de su piel renacían de las supuestas cenizas a las que los había conseguido reducir la noche anterior.
Aún asustada y ojerosa, y con su gato caminando entre sus pies se acercó a un estante de la cocina y robó diez centímetros de muerte de la cajita de cigarrillos. “Amar mata” pensó. Y no debería pensar esas cosas. 
Y cuando el crímen estaba a punto de cometerse, llamaron a la puerta, antes de responder al sonido de la curiosidad, sucumbió a uno de los mayores placeres de los que aún podía disfrutar como una cría, hundió el dedo meñique en un bote de Nocilla y se lo llevó a la boca; corriendo, fué a mirar por la mirilla. Se apoyó suavemente contra la puerta y guiñando un ojo observó unos intantes lo que había más allá de los límites de su piso. Unos ojos color caramelo, unas gafas de pasta, empezaba por “A” y acababa por “O”, ¿amor?, no, era él, su mejor amigo, Alberto, y su gato Pucho, que todas las mañanas visitaban a las chicas de su vida, en busca de tortitas y alguna palabra amable. 
Venía a salvarle la mañana, el desayuno y tal vez el almuerzo. Sabía que ella era una chica frágil que a veces se olvidaba de que tenía un corazón latiendo dentro de su pecho y se dejaba llevar por lo imposible. 
Mientras le pasaba el resto de chocolate por la cara, él sonreia, y Pucho jugaba con los bajos del pantalón de ella, fuera, seguía lloviendo, pero ahora la mañana no se veía tan triste. 


Alberto le hablaba de canciones y ella le contaba sus últimas andanzas y sus desamores. No era amor, era amistad, en estado puro, fuerte, contundente, enérgica y resplandeciente, todos rumoreaban sobre un posible romance, sobre el amor oculto y el juego que ambos se traian, pero era algo mejor que eso, era real, sin segundas intenciones ni dobles sentidos. Y a ella le encantaba. Sabía que él estaría allí siempre, que no sería un romance pasajero a quemarropa sin paracaídas asegurado y jugando a mucha altura entre las nubes. Él sabía bajarla de las nubes y hacerle poner los pies en la tierra. No conocía la historia que se trajo entre manos durante el verano pasado, ni que significaban las marchas espontáneas entre semana a algún lugar lejano que él desconocía, ni los ojos rojos con los que le recibía algunas mañanas, ni las colillas de más que descansaban en el viejo cenicero de la cocina entre pedazos de ilusiones que él siempre se preocupaba de reorganizar.

Sonaba de fondo una canción “mi mundo que es mi realidad...mi mundo que es mi realidad, yo no necesito hablar para expresar una emoción...”, notas, acordes y estribillos que se confundían entre los maullidos de los gatos y las risas de ambos. 
Comenzaba otro día, otro día en el mundo...

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